31 octubre, 2005

Ese tic tan americano

Me siento y leo: "(...) ese tic tan americano de pronunciar el nombre de las marcas como si ahí hubiera escondida alguna especie de esencia del ser mismo del producto" (Gándara). Y yo sonrío y me enciendo un Winston, porque un Winston es un Winston, no es sólo un cigarrillo.

Riesgo

Hacía ocho o nueve años que no montaba en bicileta. Hoy he comprado una de segunda mano y he recorrido la ciudad. No tiene frenos.

21 octubre, 2005

Mi muro en Trinity St.

Me siento sobre el pequeño muro que se levanta delante de King's College, con las piernas cruzadas, de cara a la calle, para observar Trinity Street mientras me lío un cigarrillo. Es un día claro de los que aún regala Cambridge a mediados de octubre. Me acomodo, muevo el culo en mis vaqueros rotos mientras busco un cartoncillo con que hacerme un filtro y empiezo a fijarme en la gente que pasa. Bicicletas, decenas de ellas, ordenadas a veces, nunca demasiado rápidas. Bicicletas de mujer, bicicletas de montaña, bicicletas de carreras, bicicletas plegables japonesas; relucientes, oxidadas, grandes, chicas, nuevas, viejas; rojas, azules y moradas. Bicicletas con cesta, con marchas, con ruedines; tandems, triciclos. Y el pequeño microbús que se mueve por el centro.
Cínicos, todos los ciclistas repiten el mismo gesto desganado: todos extienden su brazo izquierdo antes de girar por Pembroke Street y perderse de vista. Como si no supiera yo que todos giran en Pembroke Street sólo para perderse de vista.
Me aburren las bicicletas y no quiero pensar tampoco en los adoquines de Cambridge, en sus torres, sus capillas, sus relojes o sus cuervos. No quiero pensar en cómo contaré que es todo cuando vuelva a Madrid; simplemente no lo pienso.
Se levanta una pequeña brisa, incómoda y templada. Me subo el cuello de la chupa y meto las manos en los bolsillos. Quizás entorno los ojos y quizás sea por el viento o tal vez por el humo del Drum Gold que cuelga de mis labios. Me siento algo James Dean por mucho que no me guste James Dean. Preferiría creerme Lucky Luke o Steve McQueen.
Entonces una frase, un personaje, una canción, una imagen, llevan a otra frase, otro personaje, otra canción, otra imagen y todas desembocan en lo mismo como si fuera una pista de cuál es mi destino, de dónde debo estar. Todo acaba en fumarse un cigarro conduciendo por Madrid, las cinco de la mañana del domingo, después de otra noche en nuestro bar. Todo acaba en Pedro, en Juan, en Pino, en Luis. Todo acaba en Mq y en su viaje por la India. Todo acaba en medio vaso de ginebra y unas gotas de tónica. Todo acaba en acercarse a la estanquera y hacerle un truco de magia: distraerla con una sonrisa y sacarle un paquete de Winston de detrás de la oreja. Todo acaba en sentarse ante la primera copa cerca de la barra y tratar de adivinar con quién dormirás hoy. Todo acaba en Madrid, todo acaba siempre llevándole a uno a Madrid. A mi Madrid de Bob Dylan, de Pete, de Honky Tonk, de corrales revueltos, de meadas en la acera, de miedos, de resacas que dan miedo, de errores garrafales, de triunfos contados con los dedos de una mano, mi Madrid de invierno y de verano. Y luego, más pronto que tarde, me doy cuenta, como siempre, de que no quiero castigarme y de que tengo el premio de Cambridge; y resulta que al final me gusta Cambridge.
Esta mañana me decía la señora de la limpieza que Cambridge es un coñazo insoportable. Yo simplemente he sonreído y ni siquiera me he parado a pensar en lo que decía. Ahora miro pasar a toda esta gente, tan distinta, tan extraña, tan lenta, y me acuerdo de repente de que Cambridge no es ningún coñazo. Me lanzo a decidir dónde me emborracharé esta noche. Será en The Eagle, será en The Anchor, será en la habitación de Henry, en la de Matt, o en la de Juliana con las otras chicas españolas. Trato de decidir si gastarme cinco libras en ver una obra de Chèjov o en una de Dorfman. Cambridge no es ningún coñazo y yo le encuentro la emoción en regatear hasta la última moneda: comprar yogures de ocho peniques, aguantar una charla sobre Derecho de familia sólo porque le invitan a uno a canapés, beber la cerveza más barata, acercarse a Café Nero a saludar a Mari Carmen simulando que tengo prisa sólo para que me regale un café para llevar. Cambridge no es ningún coñazo, por mucho que todo se mueva bajo la sombra de Madrid que, demonios, es bien alargada.
Se me acaba el cigarrillo y sólo espero que Morris no me lo cambie por una pajita; sé que no soy más que un pobre cowboy solitario aún con un largo camino a casa por delante; tan largo que lo primero es averiguar dónde está.
Descuelgo una pierna por el muro y estiro mi espalda encorvada. Ahora me acuerdo de que no seré capaz de escribir nada de lo que quiero: volveré a ser incapaz de escribir todo lo que pienso cuando me siento en este muro, así que, una vez más, será mejor que no lo intente.

10 octubre, 2005

La habitación del servicio

La habitación es pequeña. Las paredes ocres y casi desnudas, un camastro no muy duro, una vieja mesa de estudio con cajones a ambos lados y sin mucho espacio para colocar las piernas y estar a gusto. Una pequeña mesilla y otra auxiliar que ronda por la habitación a medida que la voy necesitando aquí o allá. Dos sillones ciertamente confortables -peligroso si se quiere estudiar por la noche- y un armario más bien pequeño en el que sobra espacio para mi poca ropa. La orientación es fabulosa y las dos ventanas -lástima que no les dieran un puñado de centímetros más- regalan buenos momentos de luz durante gran parte del día.
Emma vive en la habitación de al lado. Emma estudia música: toca el piano, toca la flauta y canta. Su habitación, puerta con puerta con la mía, se podría dividir tres como la mía. Tiene un piano, un lavabo con su espejo, un par de sofás, mucho espacio, mucha luz, muchas ventanas.
La casa de estilo victoriano en la que vivo tiene tres plantas y acoge a un gran puñado de estudiantes orientales (chinos, de ahora en adelante: no consigo saber quiénes son de Japón, quiénes de China, quiénes de Malasia, quiénes de Korea), a un galés, a un polaco, a Emma de Southampton (diría yo, no recuerdo bien si me dijo Southampton), a Kate de nosedonde en Inglaterra, a un neozelandés, a Muhammad y a mí. Seguramente haya alguien más.
Somos diecinueve personas, creo recordar, y la casa tiene unos nueve baños a compartir. Kate se atrinchera cada mañana en la ducha que hay frente a mi cuarto y cuando han pasado por ella todos los de la planta superior queda llena de pelos hasta el punto de que se atasca el desagüe y se encuentra uno encharcado hasta la altura de los tobillos si trata de ducharse después que ellos. He optado por utilizar el baño de los chinos, mucho más limpio (los chinos no tienen pelo) y casi siempre libre (los chinos no se atrincheran en las duchas).
Hace un par de días descubrí la razón por la que la habitación de Emma triplica en tamaño a la mía. Cuando se construyó la casa en que vivimos, la Universidad de Cambridge iba a recibir al hijo de un jeque árabe. Se le construyó -el poder del dinero- una habitación más grande que el resto. La habitación contigua sería para su sirviente, más pequeña que el resto. Vivo en la habitación del sirviente y, sí, la cambiaría por la de mi amo, pero por ninguna otra. Me gusta mi habitación. Me gustan mis estanterías llenas de cremas, colirios y ropa sucia, mis cajones llenos de cigarrillos y tabaco de liar, mi diccionario circulando de un lado para otro, mi espejo de cuerpo entero y la luz de la mañana despertando al Clint Eastwood del póster que me apunta con un arma y que alguna vez me ha hecho sentir parte de Por un puñado de dólares. Me gusta mi habitación porque no es una habitación de chino, ni de galés, ni de polaco, ni de español siquiera, me gusta mi habitación porque yo le doy vida y porque está hecha un desastre y porque hago la cama casi siempre. Me gusta mi cuarto de sirviente.

08 octubre, 2005

De cómo se complica lo sencillo

El viaje se presentaba bastante sencillo y sin embargo no lo fue tanto. El avión aterrizó en Luton con la misma hora y pico de retraso con que había despegado en Madrid. Las chicas y yo estábamos por fin en Inglaterra. Hay quien piensa que todos los aeropuertos son iguales y que si no fuera porque siempre sabes en qué país te encuentras no podrías averiguarlo echando un vistazo al aeropuerto. No llevan razón.
Compramos los billetes para el autobús que habría de traernos hasta Cambridge. Perdido el de la una y media, tuvimos que conformarnos con coger el de las tres y media. Aprovechamos para comer una hamburguesa sentados en el suelo, fuera de la terminal. El día estaba nublado y ventoso y no hacía calor ni mucho menos y sin embargo los ingleses vestían camisetas y camisas de manga corta, incluso bermudas algunos. Alguien debería explicarles que no hay que vestirse de una manera determinada por estar en el mes de septiembre, sino que estos asuntos se han de manejar en íntima relación con el clima. Iba a encenderme un cigarro con la capucha de mi sudadera puesta (tenía las orejas rojas y frías) cuando cruzó por delante de mí un tipo con chanclas.
Llegó el de las tres y media y ya veíamos cerca el final del viaje: sólo una hora y media de carretera en un autobús que, por cierto, parecía bastante cómodo. Sin embargo, sorpresa, íbamos a tener nuestro primer contacto con lo que algunos aquí han dado en llamar "típico borde inglés". El conductor del autobús, un tipo que rondaba los cincuenta, con barba blanca, camisa blanca y pasaporte inglés, decidió, con toda la tranquilidad que se pueda uno imaginar, que nuestras maletas no cabían en el autobús y que no subiríamos. Lo peor es que nuestro equipaje cabía holgadamente en el maletero, sólo había que colocarlo bien y el tipo no parecía estar por la labor de hacerlo o dejarnos hacerlo. Cerró el maletero, se sentó al volante y arrancó, dejándonos en Luton con un escueto: "No es mi problema".
En eso llevaba razón el chófer: el problema era nuestro. Las chicas fueron a poner una queja en el mostrador de la compañía mientras yo custodiaba el equipaje posando mi culo sobre las maletas, encendiendo un Winston y poniéndome de nuevo la capucha pues empezaba a llover. Cuando volvieron trajeron la noticia de que deberíamos esperar a que llegara el siguiente autobús; eso significaba otras dos horas, que sumándolas a las anteriores da un resultado de cuatro horas muertas en el aeropuerto de Luton. Cogeríamos el de las cinco y media, que traducido al español significa que llegaríamos a Cambridge cuando todo el pueblo hubiera cenado.
Llegamos cansados a nuestro destino y en la estación de autobuses nos esperaba una taxista negra, de unos noventa kilos de peso que se movían sin parar, de acá para allá, y después acullá: poco le faltó para bajarnos en brazos del autobús. Esta taxista, de acento rudo y bastante dispuesta a ayudar, fue haciendo el reparto, dejándonos a cada uno en la portería (o entrada principal) de nuestros respectivos colegios.
El primer contacto con los porteros no fue especialmente satisfactorio: "Estás en el lugar equivocado, hijo. Tu habitación no está aquí, está en Harvey Court, y eso está a quince minutos andando". Me alcanzó un plano y me explicó cómo llegar. Cuarenta kilos de equipaje, un plano a punto de deshacerse por la lluvia (y que además debía sujetar con la misma mano izquierda con la que sujetaba la bolsa de deportes) y un tortuoso camino de callejuelas oscuras de adoquín algunas, de piedras otras, hasta llegar al destino final. Crucé sobre el río Cam por un puente verdaderamente inclinado, tirando de las pesadas maletas en el primer tramo y tratando de que éstas no me arrastraran cuando empezaba la cuesta abajo del puente.
Por fin estaba en Harvey Court. Me planté en la portería calado hasta el tuétano reclamando mi habitación. El portero, Alan (ya hablaré sobre Alan y su facilidad para darte una lección si tienes cinco minutos para escucharle), me miró con media sonrisa burlona: entiendo que mi aspecto -chorreando y con un juego de maletas que pesaban más de la mitad de mi propio peso- pudiera ser objeto de mofa, pero no era el momento. Me acompañó a mi habitación.
Finalmente estaba en Cambridge o, como dirían por aquí: Finally I was in fuckin' Cambridge.