21 octubre, 2005

Mi muro en Trinity St.

Me siento sobre el pequeño muro que se levanta delante de King's College, con las piernas cruzadas, de cara a la calle, para observar Trinity Street mientras me lío un cigarrillo. Es un día claro de los que aún regala Cambridge a mediados de octubre. Me acomodo, muevo el culo en mis vaqueros rotos mientras busco un cartoncillo con que hacerme un filtro y empiezo a fijarme en la gente que pasa. Bicicletas, decenas de ellas, ordenadas a veces, nunca demasiado rápidas. Bicicletas de mujer, bicicletas de montaña, bicicletas de carreras, bicicletas plegables japonesas; relucientes, oxidadas, grandes, chicas, nuevas, viejas; rojas, azules y moradas. Bicicletas con cesta, con marchas, con ruedines; tandems, triciclos. Y el pequeño microbús que se mueve por el centro.
Cínicos, todos los ciclistas repiten el mismo gesto desganado: todos extienden su brazo izquierdo antes de girar por Pembroke Street y perderse de vista. Como si no supiera yo que todos giran en Pembroke Street sólo para perderse de vista.
Me aburren las bicicletas y no quiero pensar tampoco en los adoquines de Cambridge, en sus torres, sus capillas, sus relojes o sus cuervos. No quiero pensar en cómo contaré que es todo cuando vuelva a Madrid; simplemente no lo pienso.
Se levanta una pequeña brisa, incómoda y templada. Me subo el cuello de la chupa y meto las manos en los bolsillos. Quizás entorno los ojos y quizás sea por el viento o tal vez por el humo del Drum Gold que cuelga de mis labios. Me siento algo James Dean por mucho que no me guste James Dean. Preferiría creerme Lucky Luke o Steve McQueen.
Entonces una frase, un personaje, una canción, una imagen, llevan a otra frase, otro personaje, otra canción, otra imagen y todas desembocan en lo mismo como si fuera una pista de cuál es mi destino, de dónde debo estar. Todo acaba en fumarse un cigarro conduciendo por Madrid, las cinco de la mañana del domingo, después de otra noche en nuestro bar. Todo acaba en Pedro, en Juan, en Pino, en Luis. Todo acaba en Mq y en su viaje por la India. Todo acaba en medio vaso de ginebra y unas gotas de tónica. Todo acaba en acercarse a la estanquera y hacerle un truco de magia: distraerla con una sonrisa y sacarle un paquete de Winston de detrás de la oreja. Todo acaba en sentarse ante la primera copa cerca de la barra y tratar de adivinar con quién dormirás hoy. Todo acaba en Madrid, todo acaba siempre llevándole a uno a Madrid. A mi Madrid de Bob Dylan, de Pete, de Honky Tonk, de corrales revueltos, de meadas en la acera, de miedos, de resacas que dan miedo, de errores garrafales, de triunfos contados con los dedos de una mano, mi Madrid de invierno y de verano. Y luego, más pronto que tarde, me doy cuenta, como siempre, de que no quiero castigarme y de que tengo el premio de Cambridge; y resulta que al final me gusta Cambridge.
Esta mañana me decía la señora de la limpieza que Cambridge es un coñazo insoportable. Yo simplemente he sonreído y ni siquiera me he parado a pensar en lo que decía. Ahora miro pasar a toda esta gente, tan distinta, tan extraña, tan lenta, y me acuerdo de repente de que Cambridge no es ningún coñazo. Me lanzo a decidir dónde me emborracharé esta noche. Será en The Eagle, será en The Anchor, será en la habitación de Henry, en la de Matt, o en la de Juliana con las otras chicas españolas. Trato de decidir si gastarme cinco libras en ver una obra de Chèjov o en una de Dorfman. Cambridge no es ningún coñazo y yo le encuentro la emoción en regatear hasta la última moneda: comprar yogures de ocho peniques, aguantar una charla sobre Derecho de familia sólo porque le invitan a uno a canapés, beber la cerveza más barata, acercarse a Café Nero a saludar a Mari Carmen simulando que tengo prisa sólo para que me regale un café para llevar. Cambridge no es ningún coñazo, por mucho que todo se mueva bajo la sombra de Madrid que, demonios, es bien alargada.
Se me acaba el cigarrillo y sólo espero que Morris no me lo cambie por una pajita; sé que no soy más que un pobre cowboy solitario aún con un largo camino a casa por delante; tan largo que lo primero es averiguar dónde está.
Descuelgo una pierna por el muro y estiro mi espalda encorvada. Ahora me acuerdo de que no seré capaz de escribir nada de lo que quiero: volveré a ser incapaz de escribir todo lo que pienso cuando me siento en este muro, así que, una vez más, será mejor que no lo intente.

1 Comments:

Blogger José Vega said...

Como no lo intentes... te machaco.
Abrazos, jefe.

12:38 a. m.  

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