27 diciembre, 2005

El hombre que lo hacía todo mal

El hombre que lo hacía todo mal no hacía nada bien. El hombre que lo hacía todo mal creía hacerlo todo bien. El hombre que lo hacía todo mal hacía mal en creer que lo hacía todo bien. Todos querían al hombre que lo hacía todo mal. Y el hombre que lo hacía todo mal los defraudó a todos. El hombre que lo hacía todo mal dilapidaba su talento. Y el hombre que lo hacía todo mal era consciente de que dilapidaba su talento. A algunos esto hizo pensar que el hombre que lo hacía todo mal lo estaba haciendo bien. Pero el hombre que lo hacía todo mal se la jugó a cara o cruz y no apostó por ninguna. El hombre que lo hacía todo mal se quedó como estaba. Y de la mujer que casi conoció al hombre que lo hacía todo mal nada más se supo.

Mayo ‘05

16 diciembre, 2005

Domingo por la tarde

Es lo mismo estar en un país en que todos toman té y apenas saben nada acerca de lo que es un buen café. Es lo mismo. Los días siguen siendo trámites, como los domingos son un puro trámite, exactamente igual que si todos los días fueran domingo, como si siempre fueran las 18:23, esa ridícula hora insoportable. Pura espera. Se vive igual, con la misma pasiva expectación. Se vive con la misma certeza de que alguna cosa importante tiene que ocurrir más pronto que tarde, como si importante aún (o alguna vez) significara algo. Malgastando días o símplemente viéndolos pasar, sin saber bien dónde subir a ese transcurrir o para qué. Sin tener mínima pista de dónde quiere uno llegar. Es lo mismo estar en Cambridge que en Madrid y será lo mismo estar en Bruselas, Ámsterdam o París y lo mismo también estar en el aeropuerto de Eindhoven, y esperar al autobús en Valladolid será más del mismo trámite también. Vivir en una gris sala de espera por donde pasa tante gente y nunca dicen el nombre de uno. Aguantar sentado viendo a los otros llegar, esperar un rato y entrar por aquella puerta misteriosa y blanca que conduce a esa cosa tan importante. Y nunca le toca cruzarla a uno, que espera y espera y espera y espera. Y siempre es domingo y siempre son las 18:23 y siempre hay algo importante a punto de ocurrir y nunca ocurre. Y es domingo por la tarde. Igual que esta mañana y que mañana por la mañana. Siempre domingo por la tarde.

Londres sin detalles



Por fin estaba de nuevo en Harvey Court. Acababa de pensar fugazmente en lo dormido que estaba el pueblo los domingos a las ocho de la mañana y también que nadie sabría que me iba a meter en la cama casi a las nueve. La media hora de camino desde la estación me había resultado un castigo sin final. Había atravesado el parque blanco después del trámite de Pembroke Street, donde me encendí un cigarro con la mierda que le había comprado a Timos unos días atrás. Y antes St. Andrew's Street, que a la altura de Parker's Piece cambiaba de nombre pero que seguía siendo Regent Street, y antes Hills Road y que me había parecido la calle más larga que se pudiera imaginar y donde no me pude esconder de un frío capaz de rizarle a un hombre los pelos de las piernas. Y eso que Station Road se me había hecho más corta de lo que la recordaba antes de alcanzar el cruce con Hills Road.
El primer tren de la mañana había terminado en la estación de Cambridge exactamente a las ocho, un tren vacío que casi daba miedo. Con la cabeza en el cristal, frío como el infierno, había estado a punto de quedarme dormido, pero me distraían las praderas blancas y las casas bajas, todo secretamente muerto. Pensé que había nevado pero en algún momento descubrí que sólo era escarcha, un rocío compacto que aquí lo cubre todo por igual y que no es nieve por mucho que lo parezca.
El tren había salido de King's Cross con siete segundos de retraso según el reloj de la estación. Eran las 06:49 am y el taxi me había dejado en la puerta de la estación a las cinco. Media hora esperando a que viniera un tipo a abrir las puertas y poder comprar un café hirviendo con el que poder ganar una pequeña batalla al invierno más frío de la última década en Inglaterra. El taxista me había dejado fumar en su coche porque él había sido fumador hasta hacía tres años, me dijo, y yo aún era joven y podía fumar hasta que tuviera treintaypico. Sólo me había cobrado diez libras aunque Juanito y yo le habíamos parado frente al Cromwell Hospital y él se había bajado en Victoria y yo había seguido hasta King's Cross, sin importar que el taxímetro marcara más de veinte libras. Al bajarme me había dicho que me buscaría cuando necesitara un abogado.
Antes habíamos recogido Juan y yo nuestras bolsas de la habitación de Silvia en Lexham Gardens. Habíamos llegado hasta allí en el N97, al que nos habíamos subido en Picadilly alrededor de las tres cuando salimos del Blues Bar. Habíamos terminado bebiendo y fumando mientras escuchábamos el blues y el reggae del viejo rastafari Jeremiah en el bar que me había recomendado John y al que habíamos llegado por casualidad, sin buscarlo, exactamente como si el bar nos hubiera buscado a nosotros.
El Madrid había jugado con el Barcelona y nosotros habíamos visto en O'neills cómo el Barça vapuleaba al equipo de Juan entre pinta y pinta, con María, con Juanjo y con su novia que andaban en Londres sólo de paso. Cinco turistas españolas habían entrado en el pub y parecía que nos iban a salvar la noche hasta que una suerte de imprecisiones lo mandó todo al garete. Nada tenía demasiada importancia.
Durante más de ocho horas habíamos andado por Londres como los turistas que éramos ese sábado -Hyde Park, Picadilly, Trafalgar, Buckingham, Big Ben, la Torre y el Puente de Londres- y aún sin tiempo para conocer Chelsea, Notting Hill y tantos otros lugares obligados para los principiantes. María había sido nuestra guía desde que tomó el relevo de Silvia en el lugar mismo en el que perdimos a Juliana y a su chico.
Silvia se había encargado de nosotros toda la mañana, cordial, encantadora a veces, y siempre dispuesta a fotografiarse con nosotros en los cientos de lugares en los que se había retratado cientos de veces con otros cientos de amigos que visitaban la ciudad. Habíamos pensado tanto en Pedro. Seguro que desde antes de que Juan hubiera llegado con sus bromas, con su encanto, grabándonos con su cámara a traición y poniéndose y quitándose el gorro de lana a cada minuto.
Juan había llegado a la residencia de Silvia después de la medianoche que casaba el viernes con el sábado y nos había encontrado bebiendo la ginebra que habíamos comprado en Sainsbury's y, como un acto reflejo, había sacado su botella de vodka ruso de la maleta casi antes de quitarse el abrigo. Mucho me había alegrado que llegara Juanito, que Juanito estuviera allí, que Juanito estuviera conmigo, que me fuera a hablar de su música, de sus chicas, del nuevo grupo que había descubierto. Y aun así no supe evitar que se me anudara la garganta cuando le vi llegar solo.
Pero yo ya sabía que llegaría solo. Yo había llegado a la residencia de Silvia antes de las siete para estar allí a tiempo para la cena. Había comido una hamburguesa de pollo con Silvia y sus amigas y Pedro me había telefoneado. Silvia me había mirado preocupada mientras yo hablaba por teléfono y sólo cuando colgué le expliqué como pude y supe que Pedro no vendría, que Pedro tenía su billete desde hacía más de un mes pero que no le dejarían volar por unos problemas con su pasaporte y ya no quise terminarme las patatas y sólo quería fumarme un cigarrillo. Entonces fue el silencio y Silvia y yo no habíamos estado en silencio desde que me recogió en Earl's Court casi una hora antes.
Hasta allí me había llevado el metro desde la locura de King's Cross, donde Londres hierve. Y hasta el hervidero había llegado en un tren directo desde Cambridge, donde yo andaba soñando con ver a Juan y a Pedro y con el Rock 'n' Roll el viernes por la tarde antes de salir de Harvey Court y de caminar por St. Andrew's Street (tras el trámite de Pembroke Street) y después por Regent Street y por Hills Road, que eran la misma calle, antes de girar por Station Road.