08 octubre, 2005

De cómo se complica lo sencillo

El viaje se presentaba bastante sencillo y sin embargo no lo fue tanto. El avión aterrizó en Luton con la misma hora y pico de retraso con que había despegado en Madrid. Las chicas y yo estábamos por fin en Inglaterra. Hay quien piensa que todos los aeropuertos son iguales y que si no fuera porque siempre sabes en qué país te encuentras no podrías averiguarlo echando un vistazo al aeropuerto. No llevan razón.
Compramos los billetes para el autobús que habría de traernos hasta Cambridge. Perdido el de la una y media, tuvimos que conformarnos con coger el de las tres y media. Aprovechamos para comer una hamburguesa sentados en el suelo, fuera de la terminal. El día estaba nublado y ventoso y no hacía calor ni mucho menos y sin embargo los ingleses vestían camisetas y camisas de manga corta, incluso bermudas algunos. Alguien debería explicarles que no hay que vestirse de una manera determinada por estar en el mes de septiembre, sino que estos asuntos se han de manejar en íntima relación con el clima. Iba a encenderme un cigarro con la capucha de mi sudadera puesta (tenía las orejas rojas y frías) cuando cruzó por delante de mí un tipo con chanclas.
Llegó el de las tres y media y ya veíamos cerca el final del viaje: sólo una hora y media de carretera en un autobús que, por cierto, parecía bastante cómodo. Sin embargo, sorpresa, íbamos a tener nuestro primer contacto con lo que algunos aquí han dado en llamar "típico borde inglés". El conductor del autobús, un tipo que rondaba los cincuenta, con barba blanca, camisa blanca y pasaporte inglés, decidió, con toda la tranquilidad que se pueda uno imaginar, que nuestras maletas no cabían en el autobús y que no subiríamos. Lo peor es que nuestro equipaje cabía holgadamente en el maletero, sólo había que colocarlo bien y el tipo no parecía estar por la labor de hacerlo o dejarnos hacerlo. Cerró el maletero, se sentó al volante y arrancó, dejándonos en Luton con un escueto: "No es mi problema".
En eso llevaba razón el chófer: el problema era nuestro. Las chicas fueron a poner una queja en el mostrador de la compañía mientras yo custodiaba el equipaje posando mi culo sobre las maletas, encendiendo un Winston y poniéndome de nuevo la capucha pues empezaba a llover. Cuando volvieron trajeron la noticia de que deberíamos esperar a que llegara el siguiente autobús; eso significaba otras dos horas, que sumándolas a las anteriores da un resultado de cuatro horas muertas en el aeropuerto de Luton. Cogeríamos el de las cinco y media, que traducido al español significa que llegaríamos a Cambridge cuando todo el pueblo hubiera cenado.
Llegamos cansados a nuestro destino y en la estación de autobuses nos esperaba una taxista negra, de unos noventa kilos de peso que se movían sin parar, de acá para allá, y después acullá: poco le faltó para bajarnos en brazos del autobús. Esta taxista, de acento rudo y bastante dispuesta a ayudar, fue haciendo el reparto, dejándonos a cada uno en la portería (o entrada principal) de nuestros respectivos colegios.
El primer contacto con los porteros no fue especialmente satisfactorio: "Estás en el lugar equivocado, hijo. Tu habitación no está aquí, está en Harvey Court, y eso está a quince minutos andando". Me alcanzó un plano y me explicó cómo llegar. Cuarenta kilos de equipaje, un plano a punto de deshacerse por la lluvia (y que además debía sujetar con la misma mano izquierda con la que sujetaba la bolsa de deportes) y un tortuoso camino de callejuelas oscuras de adoquín algunas, de piedras otras, hasta llegar al destino final. Crucé sobre el río Cam por un puente verdaderamente inclinado, tirando de las pesadas maletas en el primer tramo y tratando de que éstas no me arrastraran cuando empezaba la cuesta abajo del puente.
Por fin estaba en Harvey Court. Me planté en la portería calado hasta el tuétano reclamando mi habitación. El portero, Alan (ya hablaré sobre Alan y su facilidad para darte una lección si tienes cinco minutos para escucharle), me miró con media sonrisa burlona: entiendo que mi aspecto -chorreando y con un juego de maletas que pesaban más de la mitad de mi propio peso- pudiera ser objeto de mofa, pero no era el momento. Me acompañó a mi habitación.
Finalmente estaba en Cambridge o, como dirían por aquí: Finally I was in fuckin' Cambridge.