18 abril, 2009

Me cago en los relojes

Salgo de aquel portal majestuoso cada viernes por la tarde como quien sale a la calle después de haber jodido deprisa y secretamente con la tía más buena del barrio. Una sonrisa involuntaria antes de bajar el escalón que da por fin con la acera, mirando a izquierda y a derecha y encendiendo un Winston.
Claro que, para entender eso, uno tiene que saber lo que es un barrio. Uno tiene que tener un barrio. Y yo no es que tenga una vida de barrio ni la haya tenido nunca realmente, así que, quizás ni yo mismo sepa de lo que estoy hablando.
Camino hasta casa donde siempre me esperan resoluciones que leer, sentencias que clasificar, códigos que volver a repasar. La carta de Arancha me espera también, pues aún no he respondido (luego está aquello de la suerte que he tenido de que el sobre en que venía la carta sea amarillo, disimulando así el paso del tiempo mejor incluso que yo).
Ayer me decía alguien que si yo tenía veintitrés, que me conservo bien, que menuda sorpresa descubrir que rondo los treinta. Y una mierda. Ese tío es un cegato. Es el más tonto de la clase. Y luego resulta que cuando te descuidas dos minutos el tío ha hecho un reloj.
Y yo me cago en el más tonto de la clase y me cago en los relojes. En el fondo, me cago también en la tía más buena del barrio -me cago en el barrio entero-, y me cago en los portales majestuosos y en los coches de doce cilindros en uve.
Después, a última hora, me pregunto si tendría los cojones para vivir por los restos cepillándome sólo a las más feas del barrio, yendo y viniendo en autobús y preguntando la hora por la calle. Bebiendo sólo anisetes y té y respondiendo sólo a cartas manuscritas. Y escribiendo párrafos que no significan nada. Por nada. Simplemente porque sí.