02 septiembre, 2009

Sueño hecho estrofa en busca de melodía triste

Rusos blancos y ginebras mano a mano.
Kilómetros al sol, con uñas 535 protect & shine
brillando en el salpicadero.
Balcones de rayas a los que asomarse
sin vértigo, culpa o temblores.
Rusos blancos y ginebras mano a mano.

16 agosto, 2009

Las cosas que uno persigue

Entre las cosas que uno persigue algunas tienen nombre de mujer. Tienen espaldas al aire. Ojos que dicen una cosa, labios que sugieren lo contrario. Peor es cuando los ojos sugieren y los labios contradicen.
Agosto es siempre inescrutable, arden más la cama y el parqué. Huyen las palabras igual que en noviembre y que en marzo y dan fútbol en la tele. Igual que en noviembre y en marzo. La Policía parece más amiga, y ojalá fuera la única. Las conclusiones se codean violentamente en el embudo de un cerebro que trata de hacer la digestión. Se me revela que debería perseguir más cosas, y no sólo gemas, perlas, auroras y otras cosas con nombre de mujer.

08 julio, 2009

Spleen

A un observador poco avezado podría parecerle que no, pero el lodo estas últimas semanas llega hasta las rodillas. Aproximadamente. O como a una altura media, mejor dicho. En las calles, digo. Puede que algunos no lo vean, pero está ahí, en acercas y calzadas, enfangándolo todo.
Yo diría que empezó con el retorno de Florentino, pero no lo podría asegurar. Para colmo, ni siquiera es un barro como el que hizo de lecho para que naciera el blues, ni con él se puede amasar adobe para levantarse uno una choza. Ni propiedades curativas tiene, con lo que darse un baño en él es estar haciendo el chorra o el imbécil o dejándose pringar por el vómito de las alcantarillas. Es una plasta que avanza, que parece viva. Suena como si respirara y eso, no se puede negar, da miedo. Parece que se fuera a levantar de un momento a otro, como una ola gigante de lodo dispuesta a barrer la ciudad toda y hasta al último ser vivo. Y desde luego, a los menos vivos los primeros.
En pie sólo quedarán los espías, los ministros y los altos cargos, resguardaditos todos bajo las togas de los amigos y merendando billetes de a doscientos.

19 mayo, 2009

TDA en busca de su hiperactividad

Me propongo, como tantas veces, ponerle atención a lo que dice la chica del tiempo. Me han chivado que hará más calor y, por una vez, quiero enterarme de lo que dice. Para ver mañana qué.
Pero habla muy deprisa, El Tiempo se ha terminado y una vez más yo me he quedado en el canalillo de Vanessa.
Vuelven las camisetas de licra ajustadas en las paradas de autobús, las rubias de culo gordo que se muerden el labio en las terrazas, las piernas que cruzan la calle solas como si diera igual que también hubiera cuerpo.
Ojos que abarcan mucho, manos que aprietan poco. Será, digo yo, hora de replantearse aquello de las estrategias, lo de andar como Mick Jagger por la vida. La hora de olfatear las feromonas ajenas.
Seamos consecuentes con el verano, que esto es la vida, primo.

18 abril, 2009

Me cago en los relojes

Salgo de aquel portal majestuoso cada viernes por la tarde como quien sale a la calle después de haber jodido deprisa y secretamente con la tía más buena del barrio. Una sonrisa involuntaria antes de bajar el escalón que da por fin con la acera, mirando a izquierda y a derecha y encendiendo un Winston.
Claro que, para entender eso, uno tiene que saber lo que es un barrio. Uno tiene que tener un barrio. Y yo no es que tenga una vida de barrio ni la haya tenido nunca realmente, así que, quizás ni yo mismo sepa de lo que estoy hablando.
Camino hasta casa donde siempre me esperan resoluciones que leer, sentencias que clasificar, códigos que volver a repasar. La carta de Arancha me espera también, pues aún no he respondido (luego está aquello de la suerte que he tenido de que el sobre en que venía la carta sea amarillo, disimulando así el paso del tiempo mejor incluso que yo).
Ayer me decía alguien que si yo tenía veintitrés, que me conservo bien, que menuda sorpresa descubrir que rondo los treinta. Y una mierda. Ese tío es un cegato. Es el más tonto de la clase. Y luego resulta que cuando te descuidas dos minutos el tío ha hecho un reloj.
Y yo me cago en el más tonto de la clase y me cago en los relojes. En el fondo, me cago también en la tía más buena del barrio -me cago en el barrio entero-, y me cago en los portales majestuosos y en los coches de doce cilindros en uve.
Después, a última hora, me pregunto si tendría los cojones para vivir por los restos cepillándome sólo a las más feas del barrio, yendo y viniendo en autobús y preguntando la hora por la calle. Bebiendo sólo anisetes y té y respondiendo sólo a cartas manuscritas. Y escribiendo párrafos que no significan nada. Por nada. Simplemente porque sí.

20 marzo, 2009

Post de relleno

Hurgando en las catacumbas del blog, entre los borradores encuentro este párrafo de hace año y medio. Ni idea de sobre qué hablaba o quería hablar, ni de por qué quedó abandonado. Pero como este blog no son más que párrafos inconexos y sin sentido real alguno, y como al hacer limpieza siempre hay un algo que da pena tirar y acaba haciendo bulto en una estantería... no me ha parecido mal que estas cuatro letras quedaran hoy aquí:
Mantén el paso, o te pisará el de atrás. Y te ganarás cien fondos por romper la formación. ¡Sí, señor!. O repartir galletas con las dos manos. Unas habas con cebolla, pasaditas por la sartén. Y aquello de que allí sólo juegan los pringaos, los paletos; los auténticos jugadores apuestan con De Cicco. González Chico, se llama en realidad, pero la fama y la cárcel es lo que tienen. ¡Los que tengan hambre que me sigan! Y luego están las pintadas del retrete. Aquello de: "Javi, Maricón, Enxoxado de la pelomierda. Tontolaba, que te huele la polla a mejillón. Fredy y Churro".

Malnutrición

En ocasiones bajaba al musgo húmedo y ensortijado que crece bajo la suavidad tersa de la piedra pulida de su vientre. Me arrodillaba asomando la nariz para ver sus ojos caleidoscópicos ocultos bajo párpados dorados de trigo, para tentar sus labios entreabiertos de carmín con la yema de mis índices. En ocasiones jugaba a alimentarme en su abrevadero dulce y ver arquearse esa espalda suya de perlas como nudos.

Soy un puro hueso desde que no tengo aquel sexo que llevarme a la boca.

03 febrero, 2009

Desasosiego absurdo

Hace unas noches terminé por fin desde la cama el libro de Moravia. Fausta decidía disfrazarse de deshollinadora para el baile de máscaras que organizaba la Gorina y así vestida se colaría en la habitación del General Tereso para ganarse sus favores. El final le resultaría trágico.
Pero no llegaba el sueño y para esperarlo cogí el ejemplar de Catedral que me regaló Pino hace casi un año y elegí un relato al azar. Curioso: en el centro de desintoxación, JP cuenta cómo conoció a la que sería su mujer. Andaba en casa de un amigo, que esperaba que vinieran a limpiarle la chimenea cuando apareció en la puerta una deshollinadora esbelta y algo descarada que tenía besos para todos.
Cosas como estas me dejan siempre intranquilo. ¿Cuál es la probabilidad de encontrar a dos deshollinadoras en una misma noche? No es que se vean muchas. ¿Responde a algo? ¿Una coincidencia? ¿Una casualidad? ¿Parte de ese orden desconocido del mundo? ¿Una gilipollez simplemente?

27 diciembre, 2008

I can't stop my brain

Las temperaturas tienden a su estado natural, a los niveles que fueron inventados para durar, alejándose como en un espejismo de realidad de los grados adulterados. El alcohol en los bares, sin embargo, sigue igual de criminal. Ojeo el libro de Ullán editado este año. Me duele algo pero no acierto a saber qué. El de Moravia sigue en la mesilla, una edición muy art-decó, bien para la biblioteca pero las páginas pesan más de la cuenta. Para colmo, una mujer fatal en el camino. Cierro los ojos pero no duermo. No duermo. No duermo. No puedo dormir. Y recuerdo el I'm so tired del álbum blanco de los Beatles. Y la tarareo, a ver si mañana es otro día o vuelve a ser el mismo.
I'm so tired, I haven't slept a wink, I'm so tired, mi mind is on the blink, I wonder should I get up and fix myself a drink...
No, no, no.

24 diciembre, 2008

El último pis con John Grisham

Sobre el orinal de detrás de la puerta, colgó durante años un anuncio de Ediciones B. A la fuerza, terminamos por memorizar la sinopsis del libro que abrazaba una mujer sonriente. Aquello de "Ray Atlee, profesor de Derecho en la Universidad de Virginia..." lo habíamos leído y releído mientras tratábamos de orinar dentro y de no perder el equilibrio, que en ninguna de todas aquellas madrugadas era ya el propio de las seis de la tarde, sino más bien siempre el de las equis de la mañana.
Hace algunas semanas, quizá dos, el cartel desapareció, y ahora ya sólo puede uno mear embobándose con los agujeros de los tacos y los restos de cinta americana. A su manera, no lo negaré, también ayudan a centrar la vista y, de hecho, se resopla igual leyendo la sinopsis de La Citación que registrando sus restos sobre el azulejo negro. El caso es descargar y siempre se puede recitar lo que un día aprendimos ("... tiene una relación muy distante con su padre, el Juez Atlee, que sigue siendo una figura..."), pero no se puede negar que es una prueba más de que las cosas cambian.
Sólo espero no ver el día que descuelguen la guitarra de Teixi de aquel rincón junto a la barra de María.

18 diciembre, 2008

O si me tocara la Lotería el lunes

Algunos días pienso que habría sido más feliz si hubiera crecido tentando becerras y merendando farinato.

26 noviembre, 2008

La carta prometida de Arancha

Hace más de una semana que recibí una carta desde Addis Abeba, con su sobre amarillo ribeteado de blanco y azul para que me llegara por avión y en los sellos unos antílopes mejor comidos que los propios abisinios. Tengo cosas que decir, pero aún no he respondido.
Recuerdo la primera vez que escuché la palabra "abulia". Fue en la escuela (o en el colegio, que los de mi generación en verdad no decimos escuela), en una clase de literatura en la que nos hablaban de La Busca, de Baroja, ese tipo que paseaba por el Retiro con la boina caladita hasta las cejas y escribía sus novelas con la camisa bien de lamparones. Fue la primera cosa que yo tenía sin saber qué era. La primera que ahora recuerdo, al menos. Luego me pasó más veces. Me ocurrió con la psoriasis, con las ansias de fornicio desbocado y con la congoja de vivir. También con un plastiquito verde y redondo que aún no sé para qué sirve pero que guardo con celo en el cajón de la mesilla. Por si acaso, por si resultara tan inútil como la falta de voluntad, los desconchones en los codos o las erecciones en soledad.
A la carta no he respondido por abulia pura. Pero lo haré. Lo haré cuando los toros caguen tulipanes verdes. O quizá mañana.

30 octubre, 2008

Un día Charly García

La conocí amaneciendo. Deambulaba con dos ojos azules con midriasis, mascaba aire, me cogía de la mano. Me habló del botox, de barrios que se iban a la mierda, de trampas, corsés, de ligueros negros y de amantes prodigiosos. Todo su cuerpo seguía a su mentón y su mentón me perseguía por las escaleras. Yo pensaba: Tomemos el asunto con asepsia. Pero le decía: Tómate un wiskhy a ver si se te pasa pero, por favor, no te mueras en mi casa.
No te mueras en mi casa, Filosofía barata y zapatos de goma (1990), Charly García.

07 septiembre, 2008

Las 05:37

Algunos piensan que no existe, pero yo sé bien que sí. Las cinco y treinta y siete es una hora. Una hora que bien puede servir, por ejemplo, para volver a casa. Para volver a casa andando, porque no hay dinero para un taxi ni ganas de autobús. Y cuando se vuelve a casa andando a las cinco y treinta y siete, pues pasan cosas. Pasan cosas como ver que sale de un portal un tipo mayor con cuerpo de haber sido bailarín, pantalones de chándal, camiseta y zapatillas deportivas. Probablemente lleve años saliendo a caminar a las cinco y treinta y siete, años empezando así un día sano tras otro.
También a las cinco y treinta y siete se puede cruzar uno con un individuo que vuelve también a su casa, tambaleándose y respirando fuerte. Y cruzarse con él le despierta a uno una sonrisa y hasta cierto cariño. Ese tipo también lo ha pasado bien.
A las cinco y treinta y siete un taxista aparcado en la acera de enfrente escucha Cadena Dial a todo trapo, con las ventanillas bajadas y devorando un bocadillo de jamón. Eso también pasa a las cinco y treinta y siete y se puede ver si uno vuelve a casa a las cinco y treinta y siete.
Y si los astros se habían alineado para que la noche fuera redonda puede que a las cinco y treinta y siete pasen otras cosas: Que dos macarras te chisten desde un BMW en un semáforo rojo para que te acerques. Y, como son las cinco y treinta y siente, pues te acercas. "¿Tienes un cigarro, colega?". Pues mira, me quedan dos, así que, ten, te puedo dar uno. "Es para un porrito". Ah, muy bien. Le das un pitillo y sigues caminando. Pero claro, son las cinco y treinta y siete y es buena hora para darse la vuelta, acercarse a los macarras y negociar. Oye, tío, ¿y si os lo hacéis de aquí y mientras me acercáis un poco a casa?. "Claro, joder, sube, ¿Dónde vas? Nosotros vamos al Keeper, que tenemos unas pibitas ahí esperando". Y desde el asiento de atrás, ves que van con una lata de Mahou Clásica cada uno y piensas, claro, son las cinco y treinta y siete. Y los macarras, que son 'El Tiri' y el Miguel, le acercan a uno a casa y van contando que los jueces son unos hijos de puta y que ellos tienen el teléfono de un par de abogados: "Mira, este es el número de la Miriam, que es la ostia la tía; te saca de cualquier marrón de drogas" y enseña su número, guardado en el móvil. "Pero te estoy hablando de marrones gordos, de doce años. La tía es la ostia, te libra de cualquiera".
Y en lo que te quieres dar cuenta, te han dejado en casa y se van picando rueda rumbo al Keeper. Y entonces miras la hora: las cinco y treinta y siete. Buena hora.

30 agosto, 2008

Ginebra en flor

Cuando conocí a Ruth acababa de salir de la Facultad. Yo llevaba trabajando ya algún tiempo. Ella no tardó en encontrar un empleo y enseguida estábamos viviendo juntos. Todo fue bastante rápido y en ningún momento nos pareció que estuviera en nuestra mano hacer algo para evitar que los acontecimientos se fueran sucediendo de la manera en que lo hicieron.
Los primeros años no es que viviéramos muy holgados. Pasamos apreturas pero faltaría a la verdad si no dijera que al menos no más que la inmensa mayoría de los miembros nuestra generación. Nunca nos ocurrió no poder llegar a fin de mes, pero sí más de una vez llegamos lo que se dice por los pelos.
En ocasiones, al llegar a casa encontraba a Ruth bailando semidesnuda, descalza siempre, escuchando algún disco de rock a todo volumen y con una copa en la mano que derramaba sin importarle un pimiento. Al verme me obligaba a bailotear con ella y yo me quitaba los zapatos y me ponía otra copa al ritmo de la música. Luego bailábamos y nos perseguíamos y hacíamos el amor en cualquier parte de la casa. A menudo ella me recordaba que yo le había dicho que ese tipo de cosas eran las que habían hecho que me enamorara de ella y me preguntaba que qué pasaría cuando se hiciera vieja y su cuerpo no aguantara ya esos bailes ni esos wiskhies triples. Y yo le recordaba a ella que antes de acostarnos la primera vez sólo se le había ocurrido decirme que olía a hombre y entonces nos echábamos a reír. A veces Ruth encendía un cigarro, se quedaba en silencio y se echaba a llorar.
Después de unos años, justo cuando empezábamos a plantearnos seriamente dejar el agujero en el que vivíamos alquilados, el Registro me aceptó un modesto modelo de utilidad, una patente, como si dijéramos. Era un buen dinero extra. Por supuesto, no dejé de trabajar y, de hecho, a casi nadie se lo contamos Ruth o yo. Mis compañeros y mis jefes aún hoy no saben nada y lo cierto es que tampoco creo que haya razón para contárselo.
El caso es que nos encaprichamos de una casita unifamiliar, de dos plantas, con una parcela verde en la parte delantera y un pequeño patio detrás. La pagamos enseguida y, aunque entonces podríamos habernos casado, no vimos por ningún lado la necesidad. Nuestra vida mejoró bastante. La calidad de vida, vaya. Yo tenía mi propio huerto en el patio de atrás, con unos pocos tomates, unas lechugas, cebollas, plantamos un limonero y siempre teníamos perejil y otras hierbas. Con el tiempo dejé de cuidarlo, pero aún recuerdo con delicia los aromas.
Las tardes de verano las pasábamos en el césped, durmiendo, leyendo, traveseando, o simplemente tumbados observando el cielo tan puro sin decir nada. Ruth siempre preparaba algunas bebidas y a menudo alcanzábamos la hora de la cena a carcajada limpia. Algunas veces, a media tarde me levantaba a regar los rosales con la manguera y si veía que estaba de humor salpicaba a Ruth a propósito, y ella se quejaba y se reía y me insultaba y acababa viniendo a pegarme y a intentar mojarme ella y hacíamos un amor animal bajo el ciruelo rojo.
Ruth era salvaje. Lo mucho que ya sabía de la vida cuando la conocí lo había aprendido de un francés quince años mayor que ella, con el que se fugó de casa, y que decía ser director de cine. Su nombre era Roland y yo había visto una foto suya que Ruth guardaba en casa y que encontré por casualidad una mañana. Ella nunca me la enseñó, ni supo que yo la había visto, pero yo no olvidé su cara ni la admiración con que Ruth le miraba en la fotografía. Por lo que me había contado, volvió a casa con dieciocho años, quince meses después de haberse marchado y, según decía siempre, pareciendo un espectro, un fantasma, con la mirada vegetal. Ruth decía que Roland había muerto y que por eso ella volvió y que si Roland hubiera aguantado unos meses más, probablemente se hubieran muerto los dos. Yo siempre creí en silencio que Roland no había muerto y que simplemente se desembarazó de ella cuando se cansó definitivamente y también que probablemente la pegara y que de haber habido algún muerto, esa habría sido ella.
Una tarde, al llegar a casa, encontré a Ruth encerrada en el cuarto de baño. No pasó menos de cuarenta minutos con el pestillo cerrado desde que yo llegué. Me preocupé y me senté en el pasillo con una botella de vino a esperar pero ella ni siquiera me hablaba. Al final salió, pero no quiso hablar del asunto.
Esa misma noche, mientras me lavaba los dientes, se me ocurrió meter la mano en el bolsillo del albornoz que Ruth colgaba de la puerta del baño. Fue un acto reflejo, no hubo premeditación, de pronto mi mano estaba dentro del bolsillo. Nada más palpar por dentro supe lo que estaba tocando. Hacía años que no veía la fotografía de Roland. Entonces fui yo el que permaneció un buen rato en el cuarto de baño.
Pasé algunos días un tanto confundido. Ruth parecía preocupada, angustiada de verdad, se negaba a reconocer que le ocurría algo y ante cualquier intento mío por hablar del asunto respondía replegándose sobre sí misma y acusándome de ser un paranoico y recomendándome que suprimiera alguna de las ginebras que hasta entonces habían sido para los dos las de rigor.
Durante cuatro días trabajamos, comimos, vimos la televisión, discutimos sin pasión sobre los informativos o sobre las noticias que traía el periódico. Hablamos poco, casi se podría decir que durante aquellos cuatro días vivimos en silencio. Ruth no me miraba a los ojos y yo bien sabía que pasaba algo. Sentía que debía esperar algún momento de clarividencia en el que comprendería el problema y, por ende, podría hallar la solución. O quizás, si había suerte, la solución apareciera sola mientras yo esperaba y de pronto me encontrara con el asunto resuelto. Al fin y al cabo, no sería la primera vez.
Cinco días después del incidente del baño encontré una rosa amarilla sobre la mesa del comedor cuando llegué a casa. Era su forma de disculparse, siempre lo hacía así, llevaba años disculpándose con flores y con miradas, aunque sin palabras (que yo, por otra parte, pronto dejé de necesitar, pues asumí enseguida que su manera era aquella). Cogí la rosa, la había cortado de nuestro propio rosal. Impregnaba toda la entrada y el comedor con su olor y era hermosa. Con una sonrisa fui a buscar a Ruth por la casa. Pero Ruth no estaba y tampoco sus cosas.