05 julio, 2008

Alcohol de más y otras historias

Anoche me senté en el banco que hay en el portal. A esa hora en que la calle está tranquila y oscura y la noche en silencio. Pensé que probablemente hiciera mucho tiempo desde la última vez que alguien se sentara en ese banco. Probablemente desde esa época en que la genten vivía de otra forma. Desde la misma época de la que son los buzones que tenía enfrente, estrechos, perfectamente empotrados en la pared de madera. De la época misma que el interruptor que acciona el flexo dorado, algo inclinado que hay en lo alto.

Entré pensando en cómo algunas cosas me derrotan siempre, y decidí preferible sentarme. Respirar hondo. Por un momento pareció como si las maderas del portal me mirasen amenazantes con sus vetas. Instintivamente, lo sé, dediqué toda mi atención a la mesa vieja, allá, al fondo de lo que veía del portal. Una mesa de pueblo, que idílicamente podría haber sido de la casa que tenía la abuela en el pueblo. Una mesa flanqueada por dos horribles arbustos de plástico perfectamente iguales.

Más sereno, giré la cabeza para ver la pared detrás de mí. Estoy seguro de que nunca me había fijado en los dos tristes bodegones. Cuánto tiempo haría que sustituyeron a aquel gastado tapiz con una escena de caza -algo así como al estilo de un centenario castillo inglés-, absolutamente fuera de lugar, por supuesto, que recordaba de cuando era un crío. Me sentí relajado, y me entretuve en pensar en el portal. Dudé que nadie se hubiera fijado así en el portal desde hacía años. Estaba dispuesto a subir a casa y a meterme en la cama. Mucho más calmado; sin duda mucho más .

Entonces sonó el móvil. Ni siquiera dudé en leer el mensaje; en el fondo lo esperaba. Miré el techo, y me parecío que se hundía por el centro, como si de un momento a otro fuera a empezar a agrietarse, incapaz de sostener el peso de todo el edificio.

Me pareció el momento de subir a casa y meterme en la cama.
Al fin y al cabo, mañana más.