01 enero, 2006

Muero y mato


Había que convocar un comité de crisis. Acababa de presenciar mi primer asesinato y urgía rumiar de qué manera iba a escribirlo. No tuve tiempo de avisar a la Policía. Supe en seguida que debía ser el eje de la obra, su razón de ser. Lo que había visto era exactamente lo que quería escribir, así que me acerqué al restaurante y pedí un bistec. Abrí una servilleta de papel para anotar cuanto sacara en claro. Sentía su importancia dentro de la obra, o más bien la importancia que cobraría la obra si nacía de aquel asesinato y sin embargo era incapaz de enfocarlo de la manera perfecta. Lo grave era que no cabía otra manera que no fuera la perfecta. Del bistec sólo quedaba la sangre y el recuerdo perdía su frescura; poco a poco noté que lo estaba convirtiendo en la escena de una película. Había ocurrido tal y como yo lo habría creado, había sido absolutamente fiel a lo que yo habría escrito si no lo hubiese visto antes. Pero lo había visto y ya nunca lo podría escribir; abortada la creación nace la recreación. Hasta tal punto estaba seguro de que aquella carnicería debía ser las entrañas de mi obra que lloré porque todo mi trabajo del último año se había ido a la mierda. Un muerto sin entrañas es una momia y yo no quería escribir momias, quería ser Dios y no un taxidermista. Yo no diseco, no uso bisturí, pinzas y tijeras cuando escribo, sino que soy Dios, soy el estrangulador de Boston, no soy un reportero ni dibujo con tiza el contorno del cadáver. Yo soy el cadáver, soy la sangre y soy el asesino, soy el cuchillo y la bilis. Muero y mato, pero no retrato.