19 septiembre, 2005

De la ciudad fálica (o La operación de cambio de sexo)



Enciendo la televisión y lo primero en sorprenderme es una vista de la nueva Barcelona. Una Barcelona erecta: la compañía de aguas ha excitado a la ciudad. Ahí erguido, atrayendo miradas pudorosas y provocando risitas tontas, el que ya llaman "edificio emblemático" de Barcelona. Escucho al periodista describirlo: "(...) se compone de dos cilindros superpuestos, recubiertos de un manto de cristal, a modo de piel (...)". Pues lo que yo decía, de repente Barcelona tiene falo. La gente lo mira recelosa, con la vergüenza que da mirar un miembro sabiendo que otros pueden ver que lo estás mirando. Pero claro, aunque no seamos descarados no podemos demostrar repulsión: ¡con lo mal vista que está la mojigatería en estos tiempos! Y efectivamente, a nadie le disgusta ("No está mal, es original"; "Muy bonito, atrevido, sí"). Pamplinas...
De la noche a la mañana la Plaza de Glòries alberga un supositorio gigante (no sé si por si acaso hay que dar a alguien por culo, con perdón).
El caso es que ha llegado un francés, siempre tan atrevidos ellos, tan eróticos y sensuales, y nos ha cambiado un pene de cíclope por un cheque de los que quitan el hipo, un susto por otro, vaya. Y yo, que soy indocto en arquitectura, digo que nos ha colado un gol. El agua en Barcelona sigue sabiendo a rayos, pero ahora por lo menos la ciudad farda de hombría. Qué obscenidad. Qué cosa más fea.
Si las ciudades son como mujeres, con su mismo encanto, a esta nos la han cambiado de sexo, que ahora lo cubre el seguro, así que está chupao (en el buen sentido, se me entienda). ¿No se ha preguntado nadie qué pasará cuando la ciudad tenga un gatillazo? Temo que se venga abajo el empingorotado cimbel. Menuda catástrofe, oiga. Y hasta que eso ocurra: qué cosa más fea la Torre Agbar.