08 enero, 2006

Bocetos



Como hojas bronceadas, quejumbrosas,
se me quiebran doloridas las estrofas.

El color de la luz negra, de la no luz.
Cierto como es
que un imán vuelve loca mi brújula,
mi señal.

Dos imanes de esmeralda, que me atraen,
que me repelen.
Que me expulsan. Que me tienen.

Laberinto de espejos calumniosos, irreverentes espejos.
O un corazón clavado de tachuelas, pensamientos con remiendo.

Enfrentado como lobo y pastor, como puta y sacramento,
como yo mismo y mi labor.
Destructivo como el ácido cristal que mi piel abrasa.
Como el cambio al que quiero dar alcance y amansar.

Como el caer de las agujas que adormece.

Vértigo y terror de ver el peor de los laberintos: la recta sin final, el más doloroso vacío. Angustia mayor no conozco que la del camino recto de confusos espejos, la del sentido único que no es de retroceso. Hacia el frente sin más opción, suerte de laberinto obligatorio y vacío.

Leo, pues los versos del ciego divinizan
todo lo anterior al hombre, todo lo anterior al dios.
Y encontrarte en ellos: alegría.
Pues me acercan al infierno
donde el fuego purifica.
De heridas a heridas más profundas,
de agonías a tratos con la muerte.

Puertas que no abren, que no cierran,
realidades que me entierran.
Dolor de terciopelo.

Condena de mí mismo, usurpación del no dolor,
mezclado, no agitado, en mí por otro hombre.

Camino que me lleva al poniente de las rocas
húmedas de whisky.

Tú, alegría de otro hombre,
tú que con tu nombre
delimitas de pureza y orgullo
los conceptos.
Tú que al ocaso vibras
y también antes y después
y también siempre.
Tú, que en mis heridas reverberas,
tú, dolor, dolor de veras.
Tú, imprecisa ya, pero aún doliente.

Laberinto peor no existe
que el triste, interminable, corredor.