08 julio, 2009

Spleen

A un observador poco avezado podría parecerle que no, pero el lodo estas últimas semanas llega hasta las rodillas. Aproximadamente. O como a una altura media, mejor dicho. En las calles, digo. Puede que algunos no lo vean, pero está ahí, en acercas y calzadas, enfangándolo todo.
Yo diría que empezó con el retorno de Florentino, pero no lo podría asegurar. Para colmo, ni siquiera es un barro como el que hizo de lecho para que naciera el blues, ni con él se puede amasar adobe para levantarse uno una choza. Ni propiedades curativas tiene, con lo que darse un baño en él es estar haciendo el chorra o el imbécil o dejándose pringar por el vómito de las alcantarillas. Es una plasta que avanza, que parece viva. Suena como si respirara y eso, no se puede negar, da miedo. Parece que se fuera a levantar de un momento a otro, como una ola gigante de lodo dispuesta a barrer la ciudad toda y hasta al último ser vivo. Y desde luego, a los menos vivos los primeros.
En pie sólo quedarán los espías, los ministros y los altos cargos, resguardaditos todos bajo las togas de los amigos y merendando billetes de a doscientos.