30 agosto, 2008

Ginebra en flor

Cuando conocí a Ruth acababa de salir de la Facultad. Yo llevaba trabajando ya algún tiempo. Ella no tardó en encontrar un empleo y enseguida estábamos viviendo juntos. Todo fue bastante rápido y en ningún momento nos pareció que estuviera en nuestra mano hacer algo para evitar que los acontecimientos se fueran sucediendo de la manera en que lo hicieron.
Los primeros años no es que viviéramos muy holgados. Pasamos apreturas pero faltaría a la verdad si no dijera que al menos no más que la inmensa mayoría de los miembros nuestra generación. Nunca nos ocurrió no poder llegar a fin de mes, pero sí más de una vez llegamos lo que se dice por los pelos.
En ocasiones, al llegar a casa encontraba a Ruth bailando semidesnuda, descalza siempre, escuchando algún disco de rock a todo volumen y con una copa en la mano que derramaba sin importarle un pimiento. Al verme me obligaba a bailotear con ella y yo me quitaba los zapatos y me ponía otra copa al ritmo de la música. Luego bailábamos y nos perseguíamos y hacíamos el amor en cualquier parte de la casa. A menudo ella me recordaba que yo le había dicho que ese tipo de cosas eran las que habían hecho que me enamorara de ella y me preguntaba que qué pasaría cuando se hiciera vieja y su cuerpo no aguantara ya esos bailes ni esos wiskhies triples. Y yo le recordaba a ella que antes de acostarnos la primera vez sólo se le había ocurrido decirme que olía a hombre y entonces nos echábamos a reír. A veces Ruth encendía un cigarro, se quedaba en silencio y se echaba a llorar.
Después de unos años, justo cuando empezábamos a plantearnos seriamente dejar el agujero en el que vivíamos alquilados, el Registro me aceptó un modesto modelo de utilidad, una patente, como si dijéramos. Era un buen dinero extra. Por supuesto, no dejé de trabajar y, de hecho, a casi nadie se lo contamos Ruth o yo. Mis compañeros y mis jefes aún hoy no saben nada y lo cierto es que tampoco creo que haya razón para contárselo.
El caso es que nos encaprichamos de una casita unifamiliar, de dos plantas, con una parcela verde en la parte delantera y un pequeño patio detrás. La pagamos enseguida y, aunque entonces podríamos habernos casado, no vimos por ningún lado la necesidad. Nuestra vida mejoró bastante. La calidad de vida, vaya. Yo tenía mi propio huerto en el patio de atrás, con unos pocos tomates, unas lechugas, cebollas, plantamos un limonero y siempre teníamos perejil y otras hierbas. Con el tiempo dejé de cuidarlo, pero aún recuerdo con delicia los aromas.
Las tardes de verano las pasábamos en el césped, durmiendo, leyendo, traveseando, o simplemente tumbados observando el cielo tan puro sin decir nada. Ruth siempre preparaba algunas bebidas y a menudo alcanzábamos la hora de la cena a carcajada limpia. Algunas veces, a media tarde me levantaba a regar los rosales con la manguera y si veía que estaba de humor salpicaba a Ruth a propósito, y ella se quejaba y se reía y me insultaba y acababa viniendo a pegarme y a intentar mojarme ella y hacíamos un amor animal bajo el ciruelo rojo.
Ruth era salvaje. Lo mucho que ya sabía de la vida cuando la conocí lo había aprendido de un francés quince años mayor que ella, con el que se fugó de casa, y que decía ser director de cine. Su nombre era Roland y yo había visto una foto suya que Ruth guardaba en casa y que encontré por casualidad una mañana. Ella nunca me la enseñó, ni supo que yo la había visto, pero yo no olvidé su cara ni la admiración con que Ruth le miraba en la fotografía. Por lo que me había contado, volvió a casa con dieciocho años, quince meses después de haberse marchado y, según decía siempre, pareciendo un espectro, un fantasma, con la mirada vegetal. Ruth decía que Roland había muerto y que por eso ella volvió y que si Roland hubiera aguantado unos meses más, probablemente se hubieran muerto los dos. Yo siempre creí en silencio que Roland no había muerto y que simplemente se desembarazó de ella cuando se cansó definitivamente y también que probablemente la pegara y que de haber habido algún muerto, esa habría sido ella.
Una tarde, al llegar a casa, encontré a Ruth encerrada en el cuarto de baño. No pasó menos de cuarenta minutos con el pestillo cerrado desde que yo llegué. Me preocupé y me senté en el pasillo con una botella de vino a esperar pero ella ni siquiera me hablaba. Al final salió, pero no quiso hablar del asunto.
Esa misma noche, mientras me lavaba los dientes, se me ocurrió meter la mano en el bolsillo del albornoz que Ruth colgaba de la puerta del baño. Fue un acto reflejo, no hubo premeditación, de pronto mi mano estaba dentro del bolsillo. Nada más palpar por dentro supe lo que estaba tocando. Hacía años que no veía la fotografía de Roland. Entonces fui yo el que permaneció un buen rato en el cuarto de baño.
Pasé algunos días un tanto confundido. Ruth parecía preocupada, angustiada de verdad, se negaba a reconocer que le ocurría algo y ante cualquier intento mío por hablar del asunto respondía replegándose sobre sí misma y acusándome de ser un paranoico y recomendándome que suprimiera alguna de las ginebras que hasta entonces habían sido para los dos las de rigor.
Durante cuatro días trabajamos, comimos, vimos la televisión, discutimos sin pasión sobre los informativos o sobre las noticias que traía el periódico. Hablamos poco, casi se podría decir que durante aquellos cuatro días vivimos en silencio. Ruth no me miraba a los ojos y yo bien sabía que pasaba algo. Sentía que debía esperar algún momento de clarividencia en el que comprendería el problema y, por ende, podría hallar la solución. O quizás, si había suerte, la solución apareciera sola mientras yo esperaba y de pronto me encontrara con el asunto resuelto. Al fin y al cabo, no sería la primera vez.
Cinco días después del incidente del baño encontré una rosa amarilla sobre la mesa del comedor cuando llegué a casa. Era su forma de disculparse, siempre lo hacía así, llevaba años disculpándose con flores y con miradas, aunque sin palabras (que yo, por otra parte, pronto dejé de necesitar, pues asumí enseguida que su manera era aquella). Cogí la rosa, la había cortado de nuestro propio rosal. Impregnaba toda la entrada y el comedor con su olor y era hermosa. Con una sonrisa fui a buscar a Ruth por la casa. Pero Ruth no estaba y tampoco sus cosas.