21 enero, 2007

Queen Jane Approximately (Revisited)

Cuando pienses que esta ciudad no tiene nada
que ofrecerte más que vientos siempre amargos
y no quieras o no puedas ya más que escapar volando,

¿Vendrás a por mí, Pequeña Reina?
¿Vendrás, Pequeña Reina, a verme?

Cuando busques flores nuevas que a nada te recuerden
pero todas sean perfumes que alimentan el dolor,
y todas tus memorias
puncen como aguijones,

¿Vendrás a por mí, Pequeña Reina?
¿Vendrás, Pequeña Reina, a verme?

Y cuando todos los bufones que un día te adularon
sean hoy mitos en una ciénaga de lodo,
y sus caprichos
te hayan dejado herida y sola,

¿Vendrás a por mí, Pequeña Reina?
¿Vendrás, Pequeña Reina, a verme?

Ah, pero cuando escuches a tus consejeros mentir tan descarados
como lo hicimos quienes pensaste que no podríamos jamás
y con ese dolor te acuestes más sola cada noche,

¿Vendrás a por mí, Pequeña Reina?
¿Vendrás, Pequeña Reina, a verme?

Y cuando todos los guerreros a los que te hayas entregado
dejen todos de luchar y sólo exijan
y andes buscando
alguien con quien no tengas que hablarte,

¿Vendrás a por mí, Pequeña Reina?
¿Vendrás, Pequeña Reina, a verme?

16 enero, 2007

Las chicas de Librerías Salesianas

Hurgué en los bolsillos de cuantas chaquetas y pantalones vi tirados por la casa. Nada. Ni un miserable cigarrillo… Cogí una colilla del cenicero del baño y la encendí según tiraba de la puerta de la calle; con eso me daría probablemente para llegar al bar y comprar una cajetilla.

No tuve grandes problemas para encontrar un taxi. Subí a aquel mugriento coche y distraídamente informé al conductor de hacia dónde debíamos dirigirnos. Aquel tipo venía escuchando la misma emisora que hacía tanto mi abuela escuchaba mientras preparaba la comida. Por la sintonía de aquel rancio noticiero intuí que debía de ser media mañana, la hora en que la abuela procedía a dar forma a las croquetas en aquella vieja cocina con el transistor a todo trapo pregonando desde encima de la nevera.

- Apague eso, ¿quiere? – Saqué un cigarro y lo encendí. Estaba irritado. Irritado como cuando yo me irrito.
- Disculpe, pero aquí dentro no se puede fumar. – El tipo debió desear no haber buscado mis ojos en el retrovisor mientras lo decía. Aquella mirada fue una de las buenas, lo noté, de las que hacen a uno pensar si no habrá tenido al demonio dentro por una décima de segundo.

Busqué un billete en el pantalón al tiempo que sus ojos volvían a la furgoneta de delante, como los del cordero dócil vuelven al culo del cordero de delante cuando ladra el perro pastor. Extendí entre los dos asientos delanteros uno de cincuenta que el chófer se apresuró a guardar en el bolsillo de su camisa de cuadros, no sin mascullar algo, probablemente con tintes de resentimiento social. Pensé que no importaba ser un harapiento o no haberse lavado en un mes, teniendo dinero nadie sospecha nunca que pueda uno ser un deshecho social.

Aquellos cincuenta machacantes habían sido una buena inversión, no me quedaba mucho pero al menos tendría un viaje tranquilo hasta casa de Rose.

Rose. La insulsa de Rose. Rose me trajo a la cabeza que hacía una semana ya -una semana entera- que Jimena se había ido de casa. La tapa del retrete ya no estaba nunca caliente, ni la cama hecha, ni el sofá ocupado en toda su extensión por la bella durmiente. Una semana entera me había costado reunir el valor para venir a buscarla a casa de Rose. Y ni siquiera sabía si estaría aquí.

El taxi se detuvo. «Son diez con sesenta». Aquel tipo estaba como una cabra, indudablemente. Eso, o era un auténtico cachondo. Apagué la colilla en el suelo del coche y me bajé indiferente. Allí estaba. En la acera, frente a aquel portal que siempre me había parecido más una broma que un portal. Jimena tenía que vivir precisamente en ese portal. Y no sólo eso, sino que compartía apartamento con Rose, compartía apartamento con una mojigata de veintisiete años (cielos, siempre que pensaba en Rose durante demasiados segundos me entraba cierta debilidad de vientre) que trataba día y noche de convertirla a la fe en Dios Nuestro Señor. Me extrañó que se le resistiera tanto a la pobre chica, Jimena podría ser cualquier cosa pero lo que seguro que no era es un cerebro difícil de lavar. Tenían que vivir las dos juntas y precisamente en ese portal, menuda ironía. En este portal que se aparecía como tímido entre las Oficinas Centrales de Librerías Salesianas y el bar de la Chispi. Hay que joderse.

Aproximadamente las doce y media, calibré, hora en que la abuela habría seguido amasando croquetas para un regimiento sin decir ni mu.

Sin duda, la mejor manera de atacar aquella situación era con un par de vermús en la cabeza, así que entré a saludar a la Chispi después de tanto tiempo. Por supuesto, no lo habría hecho de no haber sabido que ni a la Chispi ni a nadie en aquel tugurio decadente le corría por las venas ni un ápice de efusividad.

Pensé por un segundo, mientras empujaba la puerta del bar, en cómo serían las chicas que salen de rellenar algún boletín de suscripción en Librerías Salesianas, con sus faldas largas de tablas, sus rebecas blancas incluso en verano y sus blusas abrochadas hasta el cuello. El tipo de chica tímida que me habría vuelto loco en mi época de rocker. Eso, suponiendo, claro está, que yo hubiera sido rocker alguna vez.