07 noviembre, 2005

La mejor novela corta de la Historia

Es esta una de esas noches en que uno siente que es capaz de escribir del tirón la mejor novela corta de la Historia. De modo que se sienta uno frente al papel y tras la primera frase, rumiada unos minutos antes, sabe ya que no tiene historia. Cómo escribir una novela sin historia. Piensa uno en todas las imágenes que tantas veces ha querido describir y se da cuenta de que no tiene cómo hilarlas. Y entonces, sin poner en marcha el bolígrafo, recrea uno el placer, por ejemplo, de pelar una mandarina tratando de que toda la cáscara salga de una sola pieza como quien trata de desenrollar una serpentina sin romperla. Y el placer distraido de lograrlo y de abrir después en dos el globo naranja y terráqueo, oyéndolo crepitar entre los dedos, para descubrir que no tiene una sola pepita en sus entrañas. Y llevarse medio mundo a la boca encontrando la fruta suavemente dulce, más embriagado, aun sin saberlo, por su olor que por su sabor. Y entonces se pregunta uno cuántos gajos tendría y se acuerda cuando ya mastica un continente entero que siempre se pregunta cuántos gajos tenía cuando ya mastica algunos y que nunca recuerda si mastica uno o dos o tres gajos de la mandarina. Entonces, observando la mitad que queda aún en la mano izquierda -siempre en la mano izquierda-, trata uno de consolarse comprobando que hay dos gajos que, aunque parecen dos a la vista, se rompen al intentar separarlos y que no sabría uno si contarlo como un gajo o contarlos como dos. A veces también hay un gajo más pequeño que el resto y entonces no sabe uno si contarlo como un gajo más o si no merece esa categoría, pensando, claro, que tampoco puede quedarse sin contar. Y así se consuela uno pensando que no pasa nada por no haber contado los gajos de la mandarina antes de empezar a comerla. En ocasiones se pregunta también uno si habrá alguien en el mundo que cuente los gajos de la fruta antes de empezar a comerla. Y se responde uno que sí, que seguro hay más de uno, y piensa uno en cómo serán esas personas. Y así empieza uno a ligar imágenes, porque siempre piensa uno en una niña pelirrubia sentada en un porche soleado, con rosales, como el que tenía la casa de los abuelos cuando aún era la casa de los abuelos. Y la niña cuenta los gajos de la mandarina, rota en dos, y suma los gajos de las dos mitades, columpiando los pies cruzados que le cuelgan en la silla, con la piel que arrancó de una ofreciendo su cara blanca sobre las rayas azules del hule que cubre la mesa blanca del porche. Y piensa uno en lo pequeño que era cuando escuchó la palabra hule por primera vez sin alcanzar a saber si tendría uno seis o nueve años, o cinco o diez. Y recuerda uno cuando su abuela le gritaba Hijo pon el hule que va a estar ya la comida y entonces se acuerda uno que pensaba que aquel mantel sobre el que comían en verano en la terraza era un lule; y se pregunta uno cuánto tiempo pasaría hasta que descubrió que un lule no era nada y que aquel mantel de rayas azules y blancas era un hule. Y le intriga a uno recordar cómo fue el momento en que descubrió cuál era la palabra buena y se esfuerza uno inútilmente en recordar cómo alcanzaría a conocerla. Y por supuesto aunque no hay manera de saberlo siempre queda la satisfacción de creer recordar cómo se sintió uno al descubrirlo: y es que ha tenido uno la misma sensación muchas veces y esa sensación es la mezcla de sentirse ridículamente ignorante con la felicidad secreta de saber que se ha salido de esa pequeña ignorancia (y es secreta porque nadie sabe que andaba uno en un error: nadie habría podido distinguir si uno decía el hule o el lule). Y se pierde uno en analizar el hecho de que unas veces es esa vergüenza íntima la que prevalece sobre la satisfacción de haber aprendido la palabra correcta (y entonces, en ocasiones, llega uno incluso a ruborizarse) y que otras veces el placer de haber salido del error es más intenso que el secreto ridículo de haber vivido tanto tiempo en él (y entonces, en ocasiones, llega uno incluso a sonreir). Y siempre al poco rato, de nuevo baja uno los ojos al papel y aterriza en la realidad de que tampoco esta noche será aquella en la que escriba uno del tirón la mejor novela corta de la Hisotria.